Ayer recuperé un recuerdo que estaba en serio peligro de desaparecer.
Algunos juguetes de infancia tienen un espacio asegurado en la memoria, ya sea porque todavía los conservo (son los menos) o porque me acompañaron durante más tiempo del que recomendarían los psicólogos infantiles. En esta última categoría entrarían Cambu, un pequeño "camburo" de plástico verde, y Roboto, que alguna vez fue un robot de cuerda de manufactura oriental, el cual tuve a bien destripar y rellenar de plastilina (también verde) y fue con esa triste apariencia con la que me acompañó durante años. Esos dos viajaban siempre en la bolsa de mamá: si la película era aburrida, o tenía que pasar mucho tiempo solo, se los pedía y me tiraba de panza en cualquier lado a jugar a quién-sabe-qué con ellos.
Pero no todos eran propiamente juguetes. Y algunos habían llegado mucho antes de que yo naciera. Entre ésos estaba un monóculo para joyero, que al parecer había pertenecido a un pretendiente de mi abuela paterna. También una barra imantada, envuelta en un plástico que alguna vez había sido transparente. Y algo en lo que no había pensado en mucho tiempo, hasta que leí estas líneas de Lobo Antunes:
Las tardes de lluvia son siempre así: una melancolía vaga, añoranzas ni yo mismo sé de qué, mi vida que parece acabar en la ventana y, más allá de la ventana, en la tristeza de los árboles que de repente se me antojan humanos. Personas que conocí o no existen, una a una frente a mí, haciendo señas. Ganas de un gato. Ganas de escuchar la Patética en la radio. De un patio con sol, un estanque, patitos.
De tocar los pesos de la balanza de la cocina que ya no existen, todos idénticos, cada vez más pequeños, metidos en los huecos, también cada vez más pequeños, de una caja de madera. Los pesos tenían un chirimbolo para tirar de ellos y uno o dos faltaban.
Precisamente eso, un rectángulo de madera, con huecos para meter los pesos de la balanza. Alguien se lo había dado a Papá, cuando iba a entrar a la facultad o cuando se graduó. Su valor era más simbólico que práctico, en los setenta ya todos los químicos usaban básculas electrónicas. Eventualmente Papá compró en un bazar una balanza con platillos, de las clásicas, como la que trae la Justicia ciega en las alegorías. Durante unos días estuvo instalada en mi cuarto, allá en Tampico, hasta que mamá decidió que el fiel era muy puntiagudo y que yo podía sacarme un ojo con él, así que adiós balanza.
La pesa que más me gustaba era la menor, que apenas era una laminita, como el borde de un broche Baco, con un pequeño saliente para poder tomarla. No pregunten cuál era el encanto de esas pesas, ni cómo jugaba con ellas. A veces bastaba con verlas, saber que existían objetos tan lindos y que estaban cerca. Otras veces era por su tacto: al tocar esos objetos pensaba en algo más. Por ejemplo, tocar la parte interna de un clip, sin voltear a verlo, me hacía pensar en unos globos enormes que vendían en la Plaza del Globito, y en cómo una vez, por irlos viendo, choqué con un poste. Ni entonces ni ahora podría decir cuál era la conexión entre ambos objetos, pero ésta existía. Las pesas, a diferencia del clip, no remitían a una sola cosa, sino que eran un catálogo completo (y cambiante) de otros objetos y situaciones.
Al margen de lo que me hizo recordar, debo decirles que ese texto de Lobo Antunes, titulado El tamaño del mundo (venía en el Babelia del sábado pasado), es hermoso. Como todo lo que han publicado ahí de él, pero mucho menos sórdido que sus recuerdos de la guerra y del psiquiátrico.
Pd. Escucho el I Could Live in Hope de Low. Siempre que los críticos quieren explicar los inicios de la banda hablan de Codeine, pero ahora escuché detrás de algunas canciones ecos del Seventeen Seconds de The Cure. Cuando revisé la lista de tracks encontré que esas canciones tenían los curescos títulos de "Lullaby" y "Cut".
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