Al pasar junto a un bar y ver por la ventana reconocí a mi tío, que estaba viendo un partido de la selección nacional de futbol. En varias ocasiones me lo he encontrado en el centro de la ciudad y él no me había reconocido, porque me conocía de adolescente y de niño, no como un tipo treintón. De todos modos entré a saludar y esta vez sí me reconoció y me invitó una cerveza y vimos a la selección mexicana anotarle un gol a Brasil. Resultó que la mitad de los presentes en el bar eran tapatíos y habían conocido a mi padre. De nuevo estaban viendo un partido de futbol con un Nicolás Díaz, si bien éste no era el Nicolás Díaz que cantaba y tocaba canciones de los Beatles en la guitarra. Era uno que no canta ni toca y apenas puede identificar a un par de los seleccionados.
En la mesa de mi tío estaban amigos que él conoce desde los años cincuenta. Uno llevaba una venda en la mano. Unas horas antes su coche había fallado en Hidalgo, Nuevo León, y al intentar repararlo se había hecho una herida. "No había Cruz Roja, ni policías y casi creo que ni bomberos —dijo—, ya todos renunciaron o están en el bote". Lo había curado una chica de Protección Civil que ni gasas tenía. La mujer fue a una farmacia, compró una venda y la rompió en tiras para cubrir la herida.
Un brasileño empujó por un costado al Chicharito Hernández y lo mandó al césped. Hasta donde sé la carga por un costado es legal en el futbol, pero ésta había sido particularmente fuerte y el árbitro marcó penalty. En lo que los brasileños reclamaban mi tío recordó que él había sido árbitro por diez años y contó algunas historias de entonces. Al final un mexicano mandó el tiro a las manos del portero y surgieron los comentarios sobre la justicia poética: "ése no era penalty". Me despedí de mi tío. También por justicia poética, estos señores no hicieron nada mal para merecerse a un Nicolás Díaz que no sabe tocar y cantar canciones de los Beatles.
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