...pero apenas entró de nuevo en la cabaña esa sensación de desamparo se perdió por completo. La estancia iluminada le daba un lugar, la devolvía a sí misma y a su propia seguridad. Sin ninguna inquietud, contenta de tener tanto tiempo por delante, olvidada por completo de las responsabilidades que determinaban el llamado de la ciudad, como si ésta les perteneciera a los otros e hiciera parte de ellos estas responsabilidades, con la firme tranquilidad del que se sabe en su sitio y comprende que le pertenece sólo a él, adquiriendo una nueva independencia a través de la sumisión, sintió que tenía hambre de nuevo y la necesidad de prepararse algo de cenar se le apareció no como una manera de llenar el tiempo, sino como una forma de estar en su cuerpo, del mismo modo que, afuera, los pinos estaban en la noche y la luz de la cabaña debería proyectarse sobre ellos imponiendo su presencia como lo hacía el rumor del viento. Juan García Ponce, La cabaña (1969).
Como el estanque que encuentra Kit en el desierto tras la muerte de Port (en El cielo protector), la cabaña del título es el lugar de tránsito, donde se paga la cuota no para olvidar la pérdida, sino para empezar a vivir con ella. Al igual que el estanque, la cabaña tiene visos de lugar sagrado: al entrar Claudia siente que profana ese espacio, es el sitio especial donde se puede sentir deseo y amor, sin que importe que el objeto que los engendrara haya desaparecido.
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