Escuchando compulsivamente: "Walking on Air" de King Crimson.
Leyendo: Viajes de un chef, de Anthony Bourdain, por motivos de trabajo, obviamente. Bueno, al menos éste es entretenido. La única reseña que he disfrutado, de las que he hecho para el instituto, ha sido la de Kitchen.
Banana Yoshimoto. Kitchen.
Tusquets. Barcelona, 1994.
La costumbre ha hecho que lo olvidemos, nos parece común y por lo tanto no lo notamos, pero la verdad es que ninguna persona debería dejar de asombrarse por la forma en que la humanidad sabe convertir sus necesidades en experiencias deleitables y estéticas. Debemos cubrir nuestros cuerpos para no sufrir el rigor del clima, pero no nos conformamos con esto, sino que hacemos de los atuendos uno de los registros culturales más interesantes de cada época. Todavía más férrea es la necesidad de alimentarse, condición mínima para conservar la vida. Por algo procurarle el alimento al que carece de él es tenido por toda cultura como el acto caritativo más elemental.
Pero no nos limitamos con saciar el estómago. Como en todo lo humano, hay un interés por sublimar esa experiencia, interés que deviene en arte culinario. Aunque los tratados de estética tienden a interesarse más por las creaciones que satisfacen a la vista y los oídos, bien haríamos en dedicarle más tiempo a las experiencias estéticas del gusto. En la literatura universal éstas han tenido sus grandes momentos: el buen diente de Sancho Panza, el banquete olfativo del “Viaje a la luna” de Cyrano o el torrente de recuerdos que desencadena la madalena de Proust, por mencionar algunos casos célebres. Sin embargo, en la literatura de las últimas décadas uno batalla mucho para encontrar un digno representante de dicho interés. No se puede recomendar los libros de Joanne Harris o Laura Esquivel sin sentirse estafador: los platillos que desfilan en ellos hacen agua la boca, pero difícilmente puede decirse lo mismo de sus recursos narrativos. Cuando pensaba que ya no encontraría una novela con acento culinario para reseñar, me acordé de Kitchen, de la japonesa Banana Yoshimoto (Tokio, 1964).
Con una prosa fluida y muy sencilla (es uno de esos libros que puedes regalar a un adolescente para que tome gusto por la lectura), Kitchen cuenta la historia, bellamente triste, de Mikage Sakurai, una joven que se ha quedado sola en el mundo tras la muerte de su abuela. Sólo se siente segura en la cocina (“el lugar del mundo que más me gusta”, como afirma en la primera línea de la novela), incluso duerme en ella, extendiendo su futon en el suelo para ser arrullada por el motor del refrigerador. Cuando Yoichi Tanabe, dependiente de una florería de la que la abuela de Mikage era cliente asiduo, la invita amablemente a vivir con él y su madre para que no siga sola, la protagonista acepta porque la cocina de ellos le inspira confianza. La formación de esta nueva familia, alejada en varios sentidos de la tradición, es una emotiva fábula acerca de la pena, el amor y la muerte, enmarcada por blanquísimos electrodomésticos y variedad de sopas. De hecho, la sopa aparece recurrentemente como signo del lazo emocional entre los personajes. Está la sopa ramen que Yoichi pide en un sueño de Mikage (hecho que asombrosamente coincide con lo que ocurrirá poco después en la vigilia), otro personaje se consuela de una tragedia con un plato de sopa Soba y en el final, Mikage, que para entonces ya es independiente y trabaja como asistente de chef, arriesga su vida escalando los muros de un edificio para llevar katsudon a Yoichi.
Sirva como ejemplo de la serena emoción de esta novela un párrafo tomado de ese episodio:
Todos creemos que podemos escoger nuestro camino entre muchas alternativas posibles. Pero quizá sea más adecuado decir que tomamos las elecciones inconscientemente. Creo que lo decidí, pero lo sé ahora, porque ahora soy capaz de ponerlo en palabras. Pero no lo digo en un sentido fatalista; constantemente tomamos decisiones. Con el aliento que tomamos a cada momento, con la expresión de nuestros ojos, con los actos que realizamos una y otra vez, cada día, decidimos como por instinto. Así que algunos de nosotros podemos encontrarnos un día, inevitablemente, rodando entre charcos sobre un techo, en un lugar extraño, paseando con un katsudon en medio del invierno, levantando la vista al cielo nocturno, como si fuera la cosa más normal en el mundo. La luna era tan bella.
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