Conozco a ese hombre, supongo que trabaja cuidando coches en un estacionamiento o hace reparaciones en las oficinas cercanas, pero nunca me había fijado en sus manos. Es un tipo alto, ya viejo y con las espaldas anchas. Tiene una expresión bonachona que no encaja bien con el resto de su apariencia, pero encaja mejor que sus manos. Fue el taxista el que las notó. Pasamos a su lado y no podía dejar de verlas, dejó de ver el camino delante de él para observar esas manos. "¿Que onda con sus manos? ¿Son de verdad? ¡Parecen de hule!", dijo.
El hombre que quizá trabaja cuidando coches mueve poco los brazos al caminar. Por esto y las espaldas anchas me recuerda un poco a la Alice de Popeye. Son sus manos las que se mueven al caminar, una hacia adelante y la otra hacia atrás, como las patas del pato, y efectivamente parecen de hule. Parecen no tener ni un hueso dentro, se mueven hacia adelante y hacia atrás como si estuvieran mal amarradas a las muñecas y el caminar les diera ese vaivén. "La piel parece real", dije, "son manos reales que se mueven raro". El taxista volvió la vista al camino delante de él, con media sonrisa en la cara, como anticipando el gusto de contar lo que había visto a sus amigos o en un bar. "En serio, güey, ¡se movían así!"
El siguiente fin de semana casi choco con un adolescente que iba saliendo del Carl's Jr. cercano a la calle Morelos. Cuando me disculpé noté que era un grandulón que caminaba casi sin mover los brazos. Con ansiedad me fijé en sus manos. Se movían como las patas del pato al nadar, una hacia adelante y la otra hacia atrás. Parecían de hule.
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