I have no fans. You know what I got? Customers. And customers are your friends. Mickey Spillane
Ayer falleció Mickey Spillane, el creador de Mike Hammer. Gracias a los obituarios me entero que, además de haber elevado el standard de violencia y sexo en la literatura policiaca, Spillane es quizá el único escribidor que ha interpretado a su detective de ficción en una película.
Tuvo un acto de trampolín en el circo Ringling Brothers, entrenó pilotos para la Segunda Guerra Mundial, escribió comics e hizo que su segunda esposa posara desnuda para la portada de una de sus novelas (The Erection Set). Spillane, que se definía como "la goma de mascar de la literatura americana", también publicó dos libros para niños y fue testigo de Jehová, predicando la palabra del Señor de puerta en puerta, presumiblemente en casas donde tenían copias de sus obras pulp.
Estaba pensando que el mundo sobre el que escribió prefiguraba el de Frank Miller, cuando encontré que el nombre real de Mickey era Frank Morrison Spillane y fue modelo en anuncios de cerveza Miller.
7/18/2006
7/14/2006
enviado por el sr. oportuno
...un oso corría por el sur de Alemania. Nacido en una reserva del Tirol italiano y bautizado con el código de JJ1, el plantígrado escapó de las zonas controladas y cubrió 300 kilómetros de Austria y Baviera, alimentándose de ovejas y aves de corral. Se trataba del primer oso salvaje avistado en la región en 170 años. Un auto estuvo a punto de atropellarlo en una carretera y unas vacas lo expulsaron de una granja. Sin embargo, cada tanto mataba una gallina y los granjeros lo juzgaron peligroso. Los periódicos alemanes comenzaron a hablar del fugitivo tanto como de los futbolistas del Mundial: el impersonal JJ1 se transformó en Bruno. ¿Qué se debía hacer con él? La dificultad de lidiar con la naturaleza puso el asunto a cargo de otros animales: perros rastreadores traídos de Finlandia. Durante dos semanas, Bruno corrió sin que los lebreles pudieran darle alcance. La gente seguía su ruta esquiva por internet, y su popularidad adquirió el rango de estrella pop. Las tiendas empezaron a vender camisetas con letreros de "A mí no me alcanzan" y la efigie del insurrecto Bruno Guevara. Para muchos, el oso representaba el espíritu libre de Alemania. Si lo atrapaban, la selección perdería en el Mundial y la vida germana regresaría a su disciplinada rutina, sin más drama que la impuntualidad de un tren.
El oso se había convertido en símbolo de resistencia cuando el Ministerio del Medio Ambiente de Baviera cedió a las presiones de los granjeros y solicitó que los rifles hicieran lo que no habían podido hacer los perros. ¿Escaparía Bruno a la especie letal? Cuatro horas y media bastaron para que fuera abatido por tres cazadores cuyos nombres se mantuvieron en el anonimato, pues diversas asociaciones protectoras de animales habían prometido asesinar a los asesinos. Días después, Alemania perdió en el Mundial ante Italia, patria del oso. En conmemoración de la víctima, se confeccionaron galletas con su imagen. Juan Villoro, "El oso y el hombre".
El resto de la nota es sobre Grizzly Man, la película de Herzog. Apareció en El Norte de hoy.
El oso se había convertido en símbolo de resistencia cuando el Ministerio del Medio Ambiente de Baviera cedió a las presiones de los granjeros y solicitó que los rifles hicieran lo que no habían podido hacer los perros. ¿Escaparía Bruno a la especie letal? Cuatro horas y media bastaron para que fuera abatido por tres cazadores cuyos nombres se mantuvieron en el anonimato, pues diversas asociaciones protectoras de animales habían prometido asesinar a los asesinos. Días después, Alemania perdió en el Mundial ante Italia, patria del oso. En conmemoración de la víctima, se confeccionaron galletas con su imagen. Juan Villoro, "El oso y el hombre".
El resto de la nota es sobre Grizzly Man, la película de Herzog. Apareció en El Norte de hoy.
7/12/2006
peso, forma y recuerdo
Ayer recuperé un recuerdo que estaba en serio peligro de desaparecer.
Algunos juguetes de infancia tienen un espacio asegurado en la memoria, ya sea porque todavía los conservo (son los menos) o porque me acompañaron durante más tiempo del que recomendarían los psicólogos infantiles. En esta última categoría entrarían Cambu, un pequeño "camburo" de plástico verde, y Roboto, que alguna vez fue un robot de cuerda de manufactura oriental, el cual tuve a bien destripar y rellenar de plastilina (también verde) y fue con esa triste apariencia con la que me acompañó durante años. Esos dos viajaban siempre en la bolsa de mamá: si la película era aburrida, o tenía que pasar mucho tiempo solo, se los pedía y me tiraba de panza en cualquier lado a jugar a quién-sabe-qué con ellos.
Pero no todos eran propiamente juguetes. Y algunos habían llegado mucho antes de que yo naciera. Entre ésos estaba un monóculo para joyero, que al parecer había pertenecido a un pretendiente de mi abuela paterna. También una barra imantada, envuelta en un plástico que alguna vez había sido transparente. Y algo en lo que no había pensado en mucho tiempo, hasta que leí estas líneas de Lobo Antunes:
Las tardes de lluvia son siempre así: una melancolía vaga, añoranzas ni yo mismo sé de qué, mi vida que parece acabar en la ventana y, más allá de la ventana, en la tristeza de los árboles que de repente se me antojan humanos. Personas que conocí o no existen, una a una frente a mí, haciendo señas. Ganas de un gato. Ganas de escuchar la Patética en la radio. De un patio con sol, un estanque, patitos.
De tocar los pesos de la balanza de la cocina que ya no existen, todos idénticos, cada vez más pequeños, metidos en los huecos, también cada vez más pequeños, de una caja de madera. Los pesos tenían un chirimbolo para tirar de ellos y uno o dos faltaban.
Precisamente eso, un rectángulo de madera, con huecos para meter los pesos de la balanza. Alguien se lo había dado a Papá, cuando iba a entrar a la facultad o cuando se graduó. Su valor era más simbólico que práctico, en los setenta ya todos los químicos usaban básculas electrónicas. Eventualmente Papá compró en un bazar una balanza con platillos, de las clásicas, como la que trae la Justicia ciega en las alegorías. Durante unos días estuvo instalada en mi cuarto, allá en Tampico, hasta que mamá decidió que el fiel era muy puntiagudo y que yo podía sacarme un ojo con él, así que adiós balanza.
La pesa que más me gustaba era la menor, que apenas era una laminita, como el borde de un broche Baco, con un pequeño saliente para poder tomarla. No pregunten cuál era el encanto de esas pesas, ni cómo jugaba con ellas. A veces bastaba con verlas, saber que existían objetos tan lindos y que estaban cerca. Otras veces era por su tacto: al tocar esos objetos pensaba en algo más. Por ejemplo, tocar la parte interna de un clip, sin voltear a verlo, me hacía pensar en unos globos enormes que vendían en la Plaza del Globito, y en cómo una vez, por irlos viendo, choqué con un poste. Ni entonces ni ahora podría decir cuál era la conexión entre ambos objetos, pero ésta existía. Las pesas, a diferencia del clip, no remitían a una sola cosa, sino que eran un catálogo completo (y cambiante) de otros objetos y situaciones.
Al margen de lo que me hizo recordar, debo decirles que ese texto de Lobo Antunes, titulado El tamaño del mundo (venía en el Babelia del sábado pasado), es hermoso. Como todo lo que han publicado ahí de él, pero mucho menos sórdido que sus recuerdos de la guerra y del psiquiátrico.
Pd. Escucho el I Could Live in Hope de Low. Siempre que los críticos quieren explicar los inicios de la banda hablan de Codeine, pero ahora escuché detrás de algunas canciones ecos del Seventeen Seconds de The Cure. Cuando revisé la lista de tracks encontré que esas canciones tenían los curescos títulos de "Lullaby" y "Cut".
Algunos juguetes de infancia tienen un espacio asegurado en la memoria, ya sea porque todavía los conservo (son los menos) o porque me acompañaron durante más tiempo del que recomendarían los psicólogos infantiles. En esta última categoría entrarían Cambu, un pequeño "camburo" de plástico verde, y Roboto, que alguna vez fue un robot de cuerda de manufactura oriental, el cual tuve a bien destripar y rellenar de plastilina (también verde) y fue con esa triste apariencia con la que me acompañó durante años. Esos dos viajaban siempre en la bolsa de mamá: si la película era aburrida, o tenía que pasar mucho tiempo solo, se los pedía y me tiraba de panza en cualquier lado a jugar a quién-sabe-qué con ellos.
Pero no todos eran propiamente juguetes. Y algunos habían llegado mucho antes de que yo naciera. Entre ésos estaba un monóculo para joyero, que al parecer había pertenecido a un pretendiente de mi abuela paterna. También una barra imantada, envuelta en un plástico que alguna vez había sido transparente. Y algo en lo que no había pensado en mucho tiempo, hasta que leí estas líneas de Lobo Antunes:
Las tardes de lluvia son siempre así: una melancolía vaga, añoranzas ni yo mismo sé de qué, mi vida que parece acabar en la ventana y, más allá de la ventana, en la tristeza de los árboles que de repente se me antojan humanos. Personas que conocí o no existen, una a una frente a mí, haciendo señas. Ganas de un gato. Ganas de escuchar la Patética en la radio. De un patio con sol, un estanque, patitos.
De tocar los pesos de la balanza de la cocina que ya no existen, todos idénticos, cada vez más pequeños, metidos en los huecos, también cada vez más pequeños, de una caja de madera. Los pesos tenían un chirimbolo para tirar de ellos y uno o dos faltaban.
Precisamente eso, un rectángulo de madera, con huecos para meter los pesos de la balanza. Alguien se lo había dado a Papá, cuando iba a entrar a la facultad o cuando se graduó. Su valor era más simbólico que práctico, en los setenta ya todos los químicos usaban básculas electrónicas. Eventualmente Papá compró en un bazar una balanza con platillos, de las clásicas, como la que trae la Justicia ciega en las alegorías. Durante unos días estuvo instalada en mi cuarto, allá en Tampico, hasta que mamá decidió que el fiel era muy puntiagudo y que yo podía sacarme un ojo con él, así que adiós balanza.
La pesa que más me gustaba era la menor, que apenas era una laminita, como el borde de un broche Baco, con un pequeño saliente para poder tomarla. No pregunten cuál era el encanto de esas pesas, ni cómo jugaba con ellas. A veces bastaba con verlas, saber que existían objetos tan lindos y que estaban cerca. Otras veces era por su tacto: al tocar esos objetos pensaba en algo más. Por ejemplo, tocar la parte interna de un clip, sin voltear a verlo, me hacía pensar en unos globos enormes que vendían en la Plaza del Globito, y en cómo una vez, por irlos viendo, choqué con un poste. Ni entonces ni ahora podría decir cuál era la conexión entre ambos objetos, pero ésta existía. Las pesas, a diferencia del clip, no remitían a una sola cosa, sino que eran un catálogo completo (y cambiante) de otros objetos y situaciones.
Al margen de lo que me hizo recordar, debo decirles que ese texto de Lobo Antunes, titulado El tamaño del mundo (venía en el Babelia del sábado pasado), es hermoso. Como todo lo que han publicado ahí de él, pero mucho menos sórdido que sus recuerdos de la guerra y del psiquiátrico.
Pd. Escucho el I Could Live in Hope de Low. Siempre que los críticos quieren explicar los inicios de la banda hablan de Codeine, pero ahora escuché detrás de algunas canciones ecos del Seventeen Seconds de The Cure. Cuando revisé la lista de tracks encontré que esas canciones tenían los curescos títulos de "Lullaby" y "Cut".
Suscribirse a:
Entradas (Atom)