Mostrando las entradas con la etiqueta trouble every day. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta trouble every day. Mostrar todas las entradas

7/30/2007

se habla globish

A comienzos de este año apareció en Francia el libro Google-moi, de la filósofa Barbara Cassin, el cual analiza la ubicuidad del inglés en internet y lo interpreta como la última avanzada de un colonialismo lingüístico.

Cassin establece una distinción: en muchos casos esa lengua que utiliza palabras del inglés ya no es inglés, sino globish, una versión global utilizada sólo para la transmisión de información, sin las demás funciones del lenguaje. Un inglés práctico que se reduce a las palabras y frases más comunes del idioma.

Antes de Google-moi, la autora había pasado doce años preparando un diccionario de terminos filosóficos intraducibles, obra donde se convenció de la necesidad de una pluralidad de lenguas, preferible a una lingua franca que, aunque útil para las transacciones más elementales, no abarca todo lo que puede enunciarse.

Fueron los encuentros con sus colegas de todo el mundo para la preparación de ese libro los que la hicieron lidiar con el globish. Paradójicamente, los filósofos que se comunicaban en globish se entendían mejor que entre ellos que con los angloparlantes. En una entrevista del año pasado, la autora mencionó como el peor de los escenarios posibles para el futuro una preponderancia del globish que redujera las lenguas tradicionales a dialectos.

Hasta ahí sobre Cassin. Hoy recordé su libro porque en la columna de anuncios que aparece en mi cuenta de Gmail surgió uno del sitio get-by-in-spanish.com, con la siguiente promesa: “with this simple method it takes just 138 words to express just about anything you want to say in Spanish”. Es decir, una invitación al globish en versión castellana, un “globanish”. De momento no es ninguna tendencia, sólo el negocio de un individuo. Habrá que estar atentos a su desarrollo, porque una propagación de lenguas en traveler’s edition tampoco es un escenario esperanzador. Sobre todo si su número de hablantes aumenta más velozmente que el de las lenguas tradicionales.

Resulta chocante hablar en estos términos, tratar como lengua independiente al uso parcial de una lengua ya establecida. Ni siquiera Jean-Paul Nerrière, el hombre que ha patentado el término globish, lo considera un idioma. “No es la lengua de Faulkner o Virginia Woolf”, comentó en una entrevista para el International Herald Tribune, explicando que se trata sólo de una herramienta. “Un lenguaje es el vehículo de una cultura, el globish no pretende ser eso, es sólo un medio de comunicación”, afirmó el también autor del Parlez globish.

Los libros de Nerrière han sido criticados por sus insuficiencias didácticas. Cuando Cassin habla de globish se refiere al que surge espontáneamente en los intercambios internacionales, no a su versión codificada. Para terminar, subrayemos que en internet es la cantidad de usuarios la que determina la relevancia de un tópico, por encima de la autoridad y calidad de los contenidos y, desde antiguo, es el habla viva de los individuos y no la reglamentación la que dicta la transformación de las lenguas, así que los temores de Cassin tienen fundamento.

7/23/2007

warren ellis - fell


Warren Ellis es homónimo del violinista de los Bad Seeds que acompañan a Nick Cave. Pero, como él mismo explica en MySpace, es fácil distinguirlos: “él es australiano y toca el violín, yo soy inglés y soy un genio”. La parte que el británico omitió es que ambos son muy malas semillas.

Ellis es un prolífico guionista de comics y novelista, notorio por la comunicación que mantiene con sus lectores. En el cómic se ha mostrado como un autor todo-terreno, que lo mismo aborda el manido tema de los superhéreoes en spándex que sus personales pesadillas urbanas, como hizo en Transmetropolitan, la saga de Spider Jerusalem (un Hunter S. Thompson del futuro). En su extensa obra destaca, por su concisión y un sistema de publicación innovador, uno de sus títulos más recientes: Fell.

En Fell, Ellis alcanza el equilibrio entre el mercado y las ideas. Es uno de los comics más económicos, cuenta historias autoconclusivas (liberando al lector de un consumo adictivo para comprender la trama) y en lugar de tapizarlo de publicidad, aprovecha las páginas libres para explicar su proceso creativo y ofrecer muestras de sus guiones.

Este título mensual sigue las investigaciones de Richard Fell, detective de la policía de Snowtown, quien literalmente ha caído de gracia: tenía un buen puesto al otro lado del puente, en la Gran Ciudad de la que fue exiliado por poner una bala donde no debía. Ahora, de este lado del puente, debe ejercer su oficio en una población donde hace mucho desapareció toda pretensión de cordura. La parte aterradora para el lector es que varios de los casos de Rich Fell los ha tomado Ellis de la nota roja. En cierto modo, los lectores también vivimos en Snowtown.

Como explica en el número tres una anciana que vende trajes usados y armas, Snowtown envió un buen contingente de jóvenes a la guerra y al parecer no hubo suficientes bajas entre ellos. Una generación entera regresó embrutecida por la sangre y entrenada para usar armas. En un par de décadas el lugar entró en una perpetua guerra civil de cada ciudadano contra los demás. La policía (que sólo cuenta con tres detectives y medio) ocupa un cuartel en la calle Moon, pero no hace mucho más. No porque se haya amafiado con los criminales, sencillamente se sabe rebasada por un Gran Mal y abandonada por todo apoyo exterior. De hecho, los personajes jamás mencionan a ninguna institución, los dueños del lugar no tienen rostro ni nombre.

Apuntemos en la cuenta de Ellis el no presentar a su protagonista como una encarnación de la justicia natural: a Rich se le escapa un homicida por culpa de un desplante de vanidad, y en otra ocasión mata concientemente al que no era responsable de un crimen. Cuando toda referencia moral ha caído se trata sólo de mantener cierto equilibrio. Fell no es un héroe y carece de la frialdad de un antihéroe: apenas tiene un sentido de la correspondencia entre los variados elementos de un ecosistema en caída libre. Eso, y el sello protector de Snowtown (una “s” tachada) marcado a hierro en su cuello por su única amiga, la dueña del Idiot’s Bar.

La ilustración corre a cargo de Ben Templesmith, dibujante de estilo feísta que utiliza la edición digital como una brocha gorda de tonos marrones y ocres. Los colores justos para un mundo en descomposición. Uno que, tristemente, está basado en el nuestro.

Image Comics acaba de publicar Feral City, volumen que reúne las primeras ocho entregas de Fell, done se echan en falta las editoriales de Ellis, sólo disponibles en los números sueltos.

6/25/2007

por los caminos del suv

No me había percatado de la omnipresencia del SUV (“vehículo deportivo-utilitario”) hasta que el año pasado vi un capítulo de 30 Rock, la serie de comedia donde fue a parar buena parte del Saturday Night Live de los noventa. Todos los chistes de ese episodio giraban alrededor del SUV que Tina Fey tuvo prestado durante algunos días, y cómo éste había cambiado su actitud, hasta convertirla en toda una SUV Driving Mom: ciega a la presencia de los demás conductores, convencida de que todos debían abrirle paso a su mamut de cuatro ruedas y dispuesta a conducir hasta para ir a la esquina.

Con omnipresencia de los SUVs no quiero decir que todo mundo tenga uno o esté planeando hacerse de uno. Por el contrario, esos vehículos tienen un precio prohibitivo y su consumo de gasolina es para hacer palidecer a un monedero promedio. Es sólo que, como decía una campaña de otro automóvil, todo el mundo tiene uno en la cabeza: los tripulan los hip-hoperos en sus videos, también los héroes de las películas veraniegas y los jóvenes en anuncios que no venden automóviles.

En México su sex appeal no ha enganchado del todo, pues se les asocia primero (al menos a la Hummer) con el paso de narcos que reconocen sus territorios o acuden a alguna reunión. Para el resto del mundo la Hummer es un éxito. Y un encarnación del mal para muchos editorialistas, ecologistas y saboteadores de publicidad. El encono comenzó hace cuatro años, cuando se aprobó una ley que permitía a los dueños de negocios de los EU deducir hasta 100,000 dólares de impuestos gracias a la compra de vehículos pesados.

Como la ley que coincidió con el control de un buen pedazo de Medio Oriente por parte de los marines, los grupos críticos de las Hummers atribuyen a la Casa Blanca un razonamiento de este talante: como tenemos un excedente petrolero procedente de territorio controlado, pero no suficientes vehículos para venderlo como gasolina, habrá que hacer atractivos los coches que consumen más gasolina. Si la ley nació de un razonamiento así, entonces la Casa Blanca me recuerda al hermano mayor de Malcolm (In the Middle), tratando de matar una hormiga que subía por su brazo dirigiéndole rayos solares con una lupa.

Dejando de lado connotaciones políticas, ecologistas o paranoicas, las razones por las que hoy tengo un Hummer en la cabeza (que es el único sitio donde la tendré) son su estética y su pasado. Como todo coche costoso (y que hace evidente su costo), son un indicador de estatus, ahí no hay secreto alguno. Pero tradicionalmente los coches voluminosos anunciaban una solvencia proveedora, la de un padre de familia exitoso, no la de un aspirante a estrella o galán ligador. Para éstos últimos, tenidos por héroes del mundo, lo ideal era un coche deportivo.

La inutilidad de un bien es una forma de lujo antigua y venerada: los mandarines se dejaban crecer monstruosamente las uñas para demostrar que no necesitaban usar sus manos. Así, a los coches deportivos, además de diseño italiano, se los dotaba de un potente motor, a pesar de que no existieran calles en este mundo donde estuviera permitido correr a las velocidades que podía alcanzar el vehículo. Y algunos modelos deportivos eran de dos plazas, anunciando que a pesar de su alto costo no tenían ningún valor utilitario, eran instrumentos de placer puro, un credo no muy diferente al que practicaban los personajes de Ballard en Crash.

La forma, capacidades e inutilidades de un deportivo representan juventud, belleza, velocidad y despreocupación. La Hummer se utilizó para recorrer un Irak devastado tras la operación Tormenta del Desierto: no es bella ni veloz, es segura. "Un búnker con soportes para bebidas", como lo llamó Mark Dery en una entrada de su blog. Midiéndolo con los valores estéticos y mediáticos del siglo anterior, un SUV es imponente y casi indestructible (la resistencia iraquí ya demostró que no lo son), pero no cool.

Es para papá, no para los niños, deseosos de quemar llanta al dar vuelta y hacer rugir el estéreo mientras van a recoger a una chica. Cuando el SUV dejó de ser el vehículo para recoger a los niños en la escuela y devino nave para héroes de la MTV cambió el imaginario colectivo. Ahora lo cool es la seguridad propia, incluso por encima de la de los demás. Y esto no es así porque de golpe los jóvenes despreocupados del mundo hayan tomado conciencia del valor de su vida y su seguridad, sino porque nunca se había temido tanto a los otros.

6/23/2007

el libro como escaparate

Hace dos años, tras la petición de una madre de familia, una high school de Pennsylvania aceptó que sus libros fueran clasificados a la manera de las películas, para proteger a sus alumnos de contenidos considerados inapropiados. Todavía parece lejana la amenaza de los libros con la etiqueta “léase bajo la supervisión de un adulto,” pero hay otra práctica de la industria cinematográfica que está echando raíces en el medio editorial, y con mayor aceptación: la colocación de marcas comerciales dentro de una historia.

Anansi Boys y The Bulgari Connection

Neil Gaiman subastó en Ebay la oportunidad de bautizar un barco que aparecería en su novela Anansi Boys (la ganadora fue una línea de cruceros), pero ese dinero era para The Comic Book Legal Defense Fund. Durante el 2005 más autores (Chabon, Eggers, Palahniuk) siguieron el ejemplo de Gaiman para obtener fondos que permitieran la superviviencia del First Amendment Project. Hasta ahí la acción tiene sentido. En lugar de un escrito con apoyo moral a la institución o firmar una inútil carta de respaldo, los autores encontraron un medio de proveerle fondos.

La cuestión se hace más delicada cuando el autor obtiene un beneficio personal, y el texto se ve modificado (incluso en su título) para servir como plataforma publicitaria de un producto. El caso más sonado ha sido The Bulgari Connection (Harper Collins, 2001) de Fay Weldon. Originalmente se trataba de un libro para distribuir entre 750 clientes selectos de la joyería italiana Bulgari, un producto parecido a la serie de cortos The Hire, pagada por BMW para lucir sus coches.

Hasta ese momento The Bulgari Connection parecía una forma asfixiante de mecenazgo, pero se convirtió en publicidad a secas cuando, poco después, el libro salió a la venta para el público en general. Weldon asegura que está tan bien o mal escrito como el resto de su obra, la única diferencia son las referencias a Bulgari en ella, pero eso no evitó una lluvia de críticas por parte de sus colegas.

Cathy's Book y The Sweetest Taboo

Para cuando publicó The Bulgari Connection, la escritora ya tenía una carrera de varias décadas y gozaba de cierto reconocimiento entre sus contemporáneos, lo que la convierte en un caso atípico. Al parecer el área de mayor interés para el product placement literario serán los best sellers policiacos y la literatura juvenil. Un convenio sonado fue el que Sean Stewart tuvo con los cosméticos Cover Girl, el cual no implicaba ningún pago directo, pero sí la promoción de su novela Cathy's Book en el sitio Beinggirl.com, a cambio de mencionar los productos de Cover Girl en ella.

Cabe aclarar que las credenciales de Stewart en el medio editorial lo acreditan como todo un mercenario, y que este movimiento es una consecuencia natural de su trabajo previo. Antes la británica Carole Matthews consiguió un contrato similar con Ford para su libro The Sweetest Taboo (Avon Trade, 2004).

En general, la literatura juvenil reciente y los best sellers son más un asunto de marketing que literario: con el product placement en ellos sólo se está comprometiendo lo que ya estaba comprometido. Con o sin anuncios pagados, esos libros ya eran sólo una marca a la venta. En todo caso, habría que estar atentos a casos como el de Weldon.

Michael Chabon conoce ambos lados de la discusión

No fue poco el ruido que causó The Bulgari Connection. Llama la atención que uno de los críticos que la lapidaron en la primera plana del New York Times, junto a J. G. Ballard y Rick Moody, fue Michael Chabon, quien participaría cuatro años después en la subasta de nombres a beneficio de The First Amendment Project. Es decir, la discusión no está tanto en la práctica como en los beneficiarios de ésta, y en quién toma la iniciativa, el escritor o aquel que paga por incluir un nombre en la obra.

El primer impulso es sumarse a las críticas: es una negociación que merma la credibilidad del autor. Pero habiendo ya nombres importantes expresando su desaprobación, juguemos al abogado del diablo, sin aprobar la práctica, sólo cuestionando si estamos siendo ingenuos al considerarla novedosa.

El contexto original del product placement

Sería preferible que no se propagara el product placement en los libros. El mundo contemporáneo ya está suficientemente mercantilizado como para tener anuncios escondidos en la literatura. Pero no es la primera tentación ni la peor de su tipo. ¿Cómo vende un escritor su libertad de manera más peligrosa? ¿Aceptando una beca gubernamental, que le prohíbe morder la mano que lo alimenta, o haciendo que sus personajes fumen cierta marca de cigarros? ¿O venderse al gobierno es aceptable, pero hacerlo a la iniciativa privada es inconcebible?

Y recordando el contexto anterior del product placement, el cine: las marcas de los coches nunca me impidieron disfrutar una película de Michael Mann. Tampoco me pareció menos gracioso el programa de Frasier donde las bromas fueron acerca del transporte Segway comprado por Niles. Y Bret Easton Ellis está orgulloso de que su generación dejara de escribir “un costoso traje italiano” y dijera sencillamente “un Armani” una expresión cuyo contexto y significado tienen más peso para el lector. ¿Sería la obra diferente si el autor le esquilmara algunos billetes a Armani en el proceso?

Preferiríamos un mundo donde ninguna de estas estrategias se aplicara. Pero las críticas vertidas sobre The Bulgari Connection tienen tan poco que ver con la literatura como el cheque recibido por su autora. Llevo un par de horas buscando notas relacionadas en internet y no he encontrado una que hable de sus aciertos o defectos literarios. Como dijo un ex editor de Random House, con ese libro se abrió la caja de Pandora, pero conviene llamar a las cosas por su nombre.