1/20/2009

los peluqueros y la piedra lumbre

Hace años que no voy a una estética, sólo a viejas peluquerías del centro. En las postales nostálgicas estas tienen a la entrada un bastón con líneas azul, blanco y rojo, el cual gira sobre su propio eje. En nuestras ciudades este bastón no existe como tal, pero está pintado en la fachada por nostalgia de esas postales nostálgicas.

En la que visito desde hace tres años hay tres peluqueros ancianos, tres sillas giratorias en las que los viejos sientan a sus clientes y muchos cuadros de chicas, luchadores y viejas glorias del futbol americano.

El mayor de los peluqueros es el dueño, el que corta mejor y más rápido. Acostumbra ausentarse los fines de semana, así que casi nunca me ha atendido. Este domingo estaba el señor alto que escucha los boleros de la AW. El otro, chaparrito, dormitaba sobre una silla en el rincón. Mientras esperaba descubrí que el chaparro estaba completamente borracho, en pleno mediodía.

Cuando se acercaba mi turno el durmiente despertó, se puso como pudo la bata blanca y llamó a otro de los clientes, no a mí. Viendo lo perdido que estaba el hombre ni se me ocurrió respingar. El cliente obedeció y ocupó una de las sillas giratorias, visiblemente nervioso. Su novia parecía no percatarse de lo peligroso de la situación (aquí no usan rastrillo, te hacen la patilla y la nuca a navaja), o si lo hacía le parecía divertido: sonreía mientras el chico se quedaba pálido bajo las manos del peluquero ebrio.

El chaparro despachó a su cliente, lo mandó a casa con un corte lamentable y luego se puso a lloriquear acerca de su hermano, el de Parras, del cual no sabía si seguía vivo. Masculló algo sobre querer visitarlo, se despidió y se largó.

Mientras me cortaba el pelo, el último peluquero disponible contó: “Este viejo todavía está fuerte, es aguantador, pero toma esos vinos de doce pesos, las botellitas. Esas son muy malas, ¿sabes qué tienen? Les ponen piedra lumbre”. De un mueble que parecía haber recibido miles de capas de pintura azul durante el último siglo sacó una piedra blancuzca, del tamaño de un puño. “De ésta, mira”.

Reconocí la piedra, no veía una así desde la infancia, no había pensado en ellas desde entonces. Se supone que debes restregarla contra el cuerpo de una persona aquejada por males desconocidos y después quemarla. Al arder, la piedra toma la forma de la causa del mal. Cuando me tocó ver una en acción, me dejó la impresión de que invariablemente estas piedras toman la forma almendrada de un ojo, de modo que siempre se podía diagnosticar al “mal de ojo” como la fuente de las desgracias.

Recordé que cerca de la peluquería hay una tienda con libros esotéricos. Quizá con el tiempo algunas de las ideas arcanas almacenadas ahí habían pasado por ósmosis a la peluquería, corrompiéndose y confundiéndose en el trayecto. ¿Por qué le pondría alguien eso al vino? ¿Qué hacía una piedra lumbre en el cajón, junto a las tijeras y peines? Salí del lugar sin una impresión clara de lo que había escuchado, pero convencido de que jamás beberé una botella de vino de doce pesos.

(Ocurrido el pasado domingo 18 de enero en el centro de Monterrey)